San Francisco de Asis

Francisco de Asis (Siglo XIII d.C.)

Hijo de un rico mercader de telas llamado Pedro Bernardone, Francisco nació en Asís, Italia, el 26 de septiembre de 1181.

Desde niño, ayudó a su padre en el comercio, actividad gracias a la cual tuvo un buen vivir. Con él aprendió las bondades de la vida burguesa y recibió una educación esmerada. Nada hacía pensar por entonces que este hijo de comerciantes, llegaría a abandonar todo en nombre de su fe.

En su adolescencia, Francisco era considerado cordial, alegre y competente en los negocios, el joven era admirado por sus amigos, también hijos de ricos comerciantes de la región.

Habilidoso con las palabras, sabía envolver a los clientes a punto de cerrar buenas ventas y obtener lucro. Por otro lado, como era costumbre en su medio, vivía en la lujuria y en la riqueza y, en la misma medida que ganaba, también gastaba.

Se tornó un líder de la juventud de Asís. Hasta los 25 años vivió entregado a la pompa y a la vida banal, importándole poco los problemas de la vida. Acostumbraba a vaguear con sus compañeros por las calles de la ciudad a altas horas de la madrugada, viviendo, así, sus años de juventud sin preocupación alguna.

Según la leyenda, una vez, ocupado en la tienda de su padre, echó a un mendigo con mucha dureza. En el mismo instante, sintió algo un cambio en su interior y, enseguida, tomó conciencia de lo que había hecho, proponiéndose, de aquel día en adelante, no negar jamás algún pedido. Ese fue el primer paso hacia su vida espiritual.

Pese a esto, no fue sino hasta después de 1204, cuando cayó prisionero de los prusianos, que la soledad del cautiverio lo condujo a la reflexión. Su personalidad aventurera, le proporcionaba especial gusto por las guerras, muy comunes en el siglo XIII. Así fue que, a los 17 años, durante una batalla entre Asís y Prusia, fue hecho prisionero y permaneció casi un año sobre el juego de los enemigos. Al salir de la prisión se encontraba muy enfermo y enflaquecido. Permaneció durante un largo periodo en un estado de estupor casi meditativo, el que lo llevó a revisar sus conceptos. A partir de entonces, los principios morales y espirituales tomaron lugar en su consciencia, enraizaron y se convirtieron en la esencia de su vida.

Luego de esta experiencia traumática, la meditación empezó a formar parte de su vida diaria. En medio de toda esa transformación, él se preguntaba «¿Qué podrá dar sentido a mi vida?» Un día, rumbo a la caverna donde meditaba, encontró un leproso. Intentó desviarse, pues siempre tuvo fuerte repugnancia por aquella enfermedad, pero no pudo impedir su encuentro. En aquel instante algo le ordenó que se dominase, y entonces le dio al leproso todo el dinero que poseía, besándole la mano. Se sintió, entonces, totalmente libre de la aversión que le sucedía al principio.

Durante la primavera de 1206, Francisco de Asís tuvo su primera visión: estaba en el templo abandonado y semidestruido de «San Damián» cuando escuchó un llamado pidiéndole que reparara la iglesia: «Francisco, ¿no ves como mi casa está en ruinas? Trata de reconstruirla.«. El joven quedó convencido de que se trataba del mismo Cristo, dándole un propósito a su vida.

Francisco tomó alguna mercancía de su padre, la vendió, y entregó el fruto de la transacción al cura del templo para la restauración del edificio. Sin embargo, Bernardone no vio con buenos ojos el proceder de su hijo y lo desheredó.

En respuesta a tal acto, y contra todo lo esperado por sus amigos y parientes, Francisco de Asís se despojó de sus ropas, las devolvió a su progenitor y renunció así, solemne y simbólicamente a todo bien terrenal, para iniciar una vida frugal y de extrema pobreza, entregada a Cristo.

Siguió con la reconstrucción de la iglesia juntando piedras y haciendo argamasa. Al poco tiempo, se le unieron varios hombres, admirados por su fervor.

Un día, levantó los ojos y vio un amigo de su juventud, que le abordó con la tentativa de hacerlo entrar en razón, para que volviera a su vida «normal». Este le dijo: «Francisco, estoy aquí para ayudarte» A lo que Francisco respondió: «Hubo un día en que creí en palabras. Si tú me quieres ayudar, únete a nosotros, agáchate y carga la primera piedra».

“Y un día en que iba por el camino hacia Foligno, rezando y meditando, de pronto su caballo se detuvo con una brusca sacudida. Allí en el camino había un horroroso enfermo de lepra que extendía hacia él sus manos carcomidas, pidiendo una limosna. El primer impulso de Francisco fue salir huyendo. Su sangre se le encrespó y el asco le llegaba hasta el cuello ahogándolo.

Pero en aquel momento recordó las palabras de Jesús «Todo el bien que hacéis a los demás, aunque sea el más humilde, a Mí me lo hacéis». Y le vinieron muy claras a su memoria las palabras oídas poco antes en la oración: Tienes que empezar a amar lo que va contra tu sensualidad y que te produce asco y antipatía. Yo haré que empieces a sentir verdadero gusto por lo que va contra tu sensualidad».

A la edad de 25 años abandonó la ciudad de Asís para ir hacia Gubbio, donde realizó abnegada labor en un hospital de leprosos. Allí llamó la atención que tratara a los enfermos de igual forma que a los sanos, sin miedo a la enfermedad, ni desprecio por nadie.

Unos años más tarde regresó a su tierra natal para dedicarse a la restauración de varios templos.

Después de años de oración y soledad, el 24 de febrero de 1209 Francisco de Asís se convirtió en apóstol a quien se unieron almas devotas, entre ellas las de Bernardo de Quintavalle, Pedro Cattani, Silvestre y Egidio (los primeros «monjes franciscanos»).

Hacia 1220 fundó la Orden Franciscana, pero tuvo que viajar a Roma para ratificarla, dado que el clero local la consideraba «peligrosa», por su apego a la caridad, la pobreza y el ejemplo cristiano, que contrastaba dramáticamente con la vida pomposa y los lujos de los sacerdotes. Contra todo pronóstico, el Papa Honorio III la avaló en 1223 (luego fue ratificada por Gregorio IX en 1230).

Según la leyenda, Francisco fue en peregrinación a Roma, donde no fue recibido sino después de muchos días de espera. Al final, cuando estuvo frente al Papa y le habló, éste, conmovido por la fe y la virtud del joven, le ofreció sentarse en el trono papal, diciendo: «Tú bienes a pedir mi bendición, pero somos nosotros quienes debemos ser bendecidos por ti, pues estás más cerca de Cristo que el mismo Papa».

En los tiempos de sus obras en Asis, con frecuencia se acercaban a el los niños, trayéndole sus animales (dones preciados para los campesinos pobres) para que los bendijera. Para horror del clero y de la burguesía hipócrita de entonces, Francisco bendecía a todos los seres vivientes que encontraba a su paso, diciendo: «Te bendigo hermano…» (agregando el nombre del animal).

Años después, dejo la orden en manos de sus discípulos y emprendió un largo peregrinaje con le propósito de transmitir la bondad de Dios a través de su propio ejemplo de humildad y misericordia. Sus viajes, a pie, lo llevaron a lugares remotos como Santiago de Compostella y Siria.

Francisco quería ir a Tierra Santa, para convencer a los cruzados y musulmanes que dejaran de pelear y cumpliesen con los mandamientos de Dios.

Cuando era niño, supo de las cruzada emprendida por los reyes de Europa (la que luego se llamó la III, entre 1189 y 1192). Supo de la batalla de Acre, donde Richard de Inglaterra triunfó sobre los musulmanes y luego abrió los vientres de miles de mujeres y niños en busca de joyas que supuestamente estos habían «tragado» para evitar su robo, a manos de los «caballeros» cristianos. Toda esta crueldad, quedaron grabadas en su mente.

No fue escuchado ni por los cruzados ni por los guerreros musulmanes, pero una leyenda cuenta que el mismo sultán lo vio una vez y le dijo, si tu dios está contigo, podrás pasar sobre el fuego sin quemarte. Como Francisco no dudó en hacerlo, el sultán lo detuvo y le dijo: «Si todos los cristianos fueran como tú, yo sería el primero en hincar la rodilla en frente de tu Cristo… Ve en paz.».

Luego de su viaje, Francisco volvió a su tierra y encontró que la orden que había fundado ya no era la misma. Sus discípulos, en su ausencia, habían relajado la extrema austeridad que él imponía y se habían entregado a una vida monástica común, parecida a la de otras órdenes menos rigurosas.

Ante este panorama, se entregó de nuevo a la soledad y la oración, pasando así sus últimos años. Según los relatos, llegó a tal grado de éxtasis y comunión con Cristo, que recibió de él sus «estigmas» (las llagas de la cruz).

San Francisco de Asis, ciego y enfermo, murió en Porciúncula, el 3 de octubre de 1226.

Esta fue la vida de el «Hermano» de Asis. Tristemente, es recordado por la iglesia como un santo más de su «canon», entre los cuales figuran, a su misma altura, siniestros personajes como Ciryl de Alexandría (obispo que en 415 d.C. quemó la Biblioteca de Alejandría, masacrando a Ipathia, la célebre científica griega, que era por entonces su directora) o Constantino, el ambiguo emperador de Roma. Se lo hizo «patrono de los animales», olvidando en todo o en parte, muchos de sus otros méritos.

Sin embargo, la memoria del «Loco de Asis», no necesita del «Santoral» para ser recordada. Nadie como él representó las virtudes de Cristo ni vivió conforme a sus enseñanzas. Un hombre, cuyo amor fue tan grande, que no distinguió entre ningún ser vivo a la hora de llamarlos «hermanos», extendiendo el «Amaos los unos a los otros» al «amor hacia todas las criaturas vivientes».

Por todo esto, muchos podemos discutir lo que realmente significa la palabra «santo» y si algún hombre lo fue, alguna vez… Pero si algunos humanos son dignos semejante título, pocos han de tener más derecho que él a llevar ese prefijo, antes de su nombre.

Mucho del desastre ecológico actual, no existiría, si el «occidente cristiano» hubiese recordado un poco más lo que «Francisco de Asis» enseño con su ejemplo.

En pleno medioevo, la peor época de la era cristiana, en medio del oscurantismo, las salvajes cruzadas, la ignorancia y el abuso de los poderosos, surgió un monje, que predicó la pobreza y la bondad como XII siglos antes lo había hecho el mismo Cristo.

Muchos de los que no nos consideramos cristianos, podríamos fácilmente decir, parafraseando a aquel sultán: «Si todos los cristianos fueran como Francisco de Asis, yo sería el primero en hincar la rodilla en frente de Cristo».

Oración por la paz de San Francisco de Asís

Señor, hazme un instrumento de tu paz:
donde haya odio, ponga yo amor,
donde haya ofensas, ponga yo perdón,
donde haya discordia, ponga yo unión,
donde haya error, ponga yo verdad,
donde haya duda, ponga yo fe,
donde haya desesperación, ponga yo esperanza,
donde haya tiniebla, ponga yo luz,
donde haya tristeza, ponga yo alegría.
Oh, Señor, haz que yo no busque tanto
el ser consolado, como consolar,
el ser comprendido, como comprender,
el ser amado, como amar.
Porque dando es como se recibe,
olvidándose de sí es como se encuentra,
perdonando es como se es perdonado,
muriendo es como se resucita para la vida eterna.
Amén.